En no pocas ocasiones las alteraciones en el estado de ánimo y profundos cambios en la psique de la persona que es la madre, son atribuidos en nuestra cultura a dificultades inherentes a esa mujer. Falta de competencias, labilidades inadecuadas o ansias insuficientes son algunas de las imputaciones que configuran a la madre mala, como responsable única y absoluta del devenir del futuro hijo al que ha de custodiar.
A la madre se la encumbra al mayor de los edenes, si es capaz toda ella de representar esa constelación de cualidades inmaculadas, sufridas, integras, supremas y consagradas a la que se reduce la condición sublime de la maternidad. Más vale entonces, llevar en silencio y relegación los múltiples arrugues y ajustes por los que la psique de la madre ha de transitar sino quiere ésta ser condenada al más cruel de los destierros sociales, a saber, ser una mala madre.
Conviene recordar sin embargo que ya advertía Winnicott (1958), que no hay madre capaz de cumplir con todos los requerimientos del infante, si no hay un tercero (padre, institución, grupo familiar) que haga la función de sostener a esa dupla ingénita e inseparable que constituyen la madre y el bebé.
Marlo llega extenuada a su tercer embarazo, apenas puede encontrar el suficiente arranque para lidiar con los requerimientos de sus dos hijos mayores. Su hermano la propone que contrate los servicios de una niñera para que pueda hacerse con los primeros tiempos del puerperio. En principio esto le parece una extravagancia pero finalmente acabará accediendo, procurándose una relación muy particular con la salus.
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